Una bandada de ángeles exterminadores anidó
en primavera en los tejados del Vaticano. Armados con espadas de fuego, los
ángeles combatían día y noche en feroces batallas aéreas, rociando de sangre,
guano y plumas chamuscadas a los peregrinos que transitaban por la Plaza de San
Pedro. De cuando en cuando se lanzaban en picado sobre un guardia suizo, lo
abrían en canal y devoraban sus vísceras.
De nada sirvieron las púas
de acero que se instalaron en las fachadas de los edificios, los ángeles las
achicharraron con los rayos que emiten sus ojos azul cobalto. Cuando el Papa
decidió, al fin, trasladarse a Castelgandolfo, bajó súbitamente la temperatura,
y cayó sobre Roma una tromba de agua. Los ángeles se guarecieron en sus nidos,
inmóviles como gárgolas, y cuando escampó, fueron levantando el vuelo. Formados
en escuadrón emigraron, gracias a Dios, hacia países más cálidos.