Al final de la noche, el bigote postizo de nuestro amigo lampiño acabó flotando en su Rioja. Él, achispado, lo tendió a secar al borde de la copa. Después sacó un mostacho prusiano de repuesto que guardaba en el bolsillo de su vaquero y lo pegó sobre el borde de su labio superior. A la mañana siguiente despertó, desbigotado por segunda vez, entre la sàbanas de una go-go, el mostacho enmarañado en el vello púbico de la chica dormida.